Basada en una
novela de Víctor Hugo, “El hombre que ríe” nos traslada a la Inglaterra de
finales del siglo XVII. El rencoroso monarca Jacobo II decide vengarse de su
enemigo Lord Canchlarney deparándole una atroz muerte con el
instrumento de tortura conocido por “La Dama de hierro”. Antes de producirse el
suplicio, le informa que su único hijo ha sido entregado a un cirujano que le
ha deformado el rostro. La pobre criatura es vendida a unos gitanos que lo
emplearán en sus barracas de feria. Pero cuando el propio rey ordena que estos
sean expulsados del reino, dejan al niño abandonado a su suerte.
Mientras camina
a través de la nieve en pos de ayuda, se topa con una joven muerta que porta en
sus brazos un bebé. Viendo que aún está con vida le recoge, hasta encontrar refugio en la carreta del bondadoso Ursus. El
titiritero dará cobijo al niño de sonrisa forzada y a la recién nacida que es
ciega.
Con el paso de
los años Gwynplaine, (Conrad Veidt), merced a su condición física se ha
convertido en el payaso más popular del país. Pero la amargura que siente
escuchando las burlonas risas del público, solo es mitigada por el amor que le
profesa Dea (Mary Philbin) la hermosa invidente que salvó de una muerte segura.
El encuentro
fortuito con Hardquanonne (el médico causante de su desdicha, que ahora se dedica a exhibir criaturas
deformadas, trastocará sus vidas.
Hasta época bien
reciente, reírse de los defectos físicos del prójimo no estaba mal visto por la comunidad.
Costumbre que en este magnífico melodrama practican las embrutecidas
masas que acuden a la feria. Una válvula de escape al férreo control ejercido
por la aristocracia disoluta.
Una represión,
a la que no se someterá el cómico apelando a su condición de ser humano. El
reconocimiento de una dignidad, por la que todavía se lucha en muchos rincones
de este planeta.
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